lunes, 25 de abril de 2016

Jaguar

Un cuerpo rueda en el monte garrado por mil zarpazos.          
Ocelotl lo ha atrapado, sólo espera a la lluvia y al viento.
La daga está afilada, y la cabeza en su sitio:
la sangre circula y baña la tierra.

El maíz baila en forma de arado,
la tierra ya no es árida ni barro.
El sol brilla, frutos nacen,
el eclipse ha cesado.

Estrépitos de Cuetzpalin, Coatl, Cipactli y Cozcaquauhtli
devoran el tronco del muerto.
¡Monte! Verde como el beso de ayer,
se sacude el piojo.
Tlatelcutlé vuelve a devorar el mundo.

Ocelotl interroga su cabeza,
es hora de sonar los caracoles y cantarle a los muertos,
como ellos lo hicieron a los de allende.

Se escucha un estruendo, desde las raíces del bosque.

Chichas de otrora:
maíz y pejibaye, fermentados.
Gritos, máscaras y colores inundan la tierra emergida
con toda la fuerza, en sus harapos.

Y la noche no acaba hasta que la última cabeza sea cortada.

Ocelotl devora los corazones de los caídos
y se los guarda junto al suyo.
Los árboles siempre los recordaran,
las aves volarán a todos los pueblos, y dirán:

“Viva el cacao derramado, por siempre”.

Marco Garita Mondragón

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