Un cuerpo rueda en el monte
garrado por mil zarpazos.
Ocelotl lo ha atrapado, sólo
espera a la lluvia y al viento.
La daga está afilada, y la cabeza
en su sitio:
la sangre circula y baña la tierra.
El maíz baila en forma de arado,
la tierra ya no es árida ni barro.
El sol brilla, frutos nacen,
el eclipse ha cesado.
Estrépitos de Cuetzpalin, Coatl, Cipactli
y Cozcaquauhtli
devoran el tronco del muerto.
¡Monte! Verde como el beso de
ayer,
se sacude el piojo.
Tlatelcutlé vuelve a devorar el
mundo.
Ocelotl interroga su cabeza,
es hora de sonar los caracoles y
cantarle a los muertos,
como ellos lo hicieron a los de
allende.
Se escucha un estruendo, desde las
raíces del bosque.
Chichas de otrora:
maíz y pejibaye, fermentados.
Gritos, máscaras y colores inundan
la tierra emergida
con toda la fuerza, en sus
harapos.
Y la noche no acaba hasta que la
última cabeza sea cortada.
Ocelotl devora los corazones de
los caídos
y se los guarda junto al suyo.
Los árboles siempre los
recordaran,
las aves volarán a todos los
pueblos, y dirán:
“Viva el cacao derramado, por
siempre”.
Marco Garita Mondragón
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